Necesitamos más experimentación y menos dogmatismo en policy

La necesidad de ser más competitivos – o lo que es lo mismo “crecer” – se ha convertido en un tema omnipresente, no sólo en el discurso político o en los medios, sino también en nuestras empresas, nuestra vida profesional e incluso en la personal. Se diría que un país con un 26% de paro, donde a con cada nuevo informe de Pisa no salimos de nuestro asombro de lo mal que está la educación o donde la inmensa mayoría de nuestras universidades se encuentran situadas en niveles nada envidiables – sea cual sea ranking que escojamos – es un país con un problema de competitividad importante.

Pensaríamos pues que ante un problema tan evidente como acuciante, los diferentes gobiernos se apresurarían a proponer un buen número de nuevas medidas en un intento de mejorar esta situación. Sin embargo, me parece que todos coincidiremos que no es precisamente éste el caso, aunque sean innegables la voluntad de cambio no sólo en las políticas existentes, sino también el esfuerzo en el diagnóstico y en la interpretación tanto de los problemas como de las soluciones.

Sin ir más lejos, hace unos días Pablo Iglesias en la entrevista que Risto Mejide le hizo al líder de Podemos comentaba su propuesta de instaurar en España una renta básica, ésta no es ni una propuesta ni una medida de política económica nueva pero la novedad estuvo en la interpretación de sus consecuencias.

En efecto, cuando Risto comentaba no sólo la escasa viabilidad de instaurar una renta básica en tiempos de crisis sino el hecho de que nos llevaría a crear una clase ociosa subvencionada, Pablo Iglesias argumentaba no ya en términos de justicia social sino en términos de competitividad personal. Si los trabajadores dispusieran de una renta mínima no estarían forzados a aceptar cualquier propuesta, decía, y las empresas deberán repensar y reinventar sus modelos de negocio para competir en algo más que en precio.

Detrás de esta simple propuesta vemos dos interpretaciones de sus efectos. ¿Sabemos cuál de ellas es verdad?. ¿Se convertirían los españoles en ociosos viviendo de rentas públicas y con ello disminuiríamos aún más su espíritu emprendedor? O, por el contrario, ¿teniendo asegurada una renta mínima viviríamos un Silicon Valley plagado de startups tecnológicas y los trabajadores tendrían la capacidad de aceptar sólo aquello que proporciona una compensación mínimamente justa?

La realidad es que probablemente, estas dos visiones y algunas más, son ambas verdad de manera simultánea. Sin duda, habría de lo uno y de lo otro. ¿En qué proporción? Bien, aquí la respuesta honrada es que no lo sabemos.

¿Cómo resolvemos pues esta incertidumbre? La respuesta habitual es acudir a dogmatismos políticos, a partir de los cuales se decide sobre el efecto de una medida u otra, se implementa y tan sólo economistas e historiadores, pasado un tiempo habitualmente dilatado, reflexionan sobre sus efectos. Y esto lo hacemos de manera constante en un mundo donde las empresas, pequeñas y grandes pero especialmente las pequeñas, experimentan, corroboran, tratan de tomar decisiones basadas en datos y sobre todo, rectifican.

¿No es hora de que hagamos lo mismo con las medidas políticas? Testando, en un entorno y tiempo limitados la eficacia de las mismas, desechando aquellas que no cumplan con los objetivos e implantando las que si funcionan. Igual nos llevaríamos una sorpresa y en ideas que en un principio parecen de derechas observaríamos importantes efectos sociales cuando con la aplicación de otras destinadas a crear una mayor igualdad observaríamos empobrecimiento y desigualdad y viceversa, con algunas de las destinadas a fomentar el progreso veríamos que sólo logran enriquecer a unos pocos, etc.

La parte interesante de todo esto es empezar a pensar en como podemos crear políticas que introduzcan y produzcan cambios, cambios que nos hagan más competitivos tanto a todo nivel, tanto en el personal como en nuestras organizaciones o en nuestras instituciones. Para ello debemos reconocer primero la necesidad de hacerlo y segundo la evidencia que los instrumentos de política económica y fiscal ni pueden ni van a hacer nuestro trabajo. No van a cambiar ni nuestras organizaciones ni nuestras instituciones ni nuestra mentalidad.

Los instrumentos de política económica y fiscal llegan hasta donde llegan y ciertamente pueden llegar lejos, pero no son infinitos. Este es un hecho cada vez más evidente para todos, cuando los tipos de interés ya están cercanos a cero. Todos nos damos cuenta que bajarlos más ni va a suponer un incentivo para prácticamente nadie ni se va a trasladar donde realmente hace falta: los bolsillos de los ciudadanos y las empresas, de una manera significativa que les haga cambiar en decisiones como contratar gente o aventurarse a nuevos mercados.

Esto es verdad no sólo porque ya hemos tocado fondo en muchos de los temas, al menos en aquellos en los que estamos dispuestos a aventurarnos, sino también porque no apuntan al corazón de los problemas. No se trata de ajustar un sistema que funciona sino de realizar los cambios estructurales en uno que probablemente sólo parecía que funcionaba en una situación de abundancia de capital como consecuencia de una o diversas burbujas.

Muchos de los problemas a los que nos enfrentamos cuando hablamos de competitividad son problemas de mentalidad, problemas culturales, problemas en nuestra manera de competir, problemas de la estructura de nuestro mercado de trabajo, de la distribución de incentivos o de recompensa y voluntad de asumir riesgos. Todas ellas son áreas en las que nuestros valores, conceptos, hábitos, rutinas y estructuras juegan un papel de primer orden y donde la política económica tiene poca o ninguna incidencia. No podemos construir empresas innovadoras sin una cultura de innovación y colaboradores innovadores y eso no lo vamos a conseguir bajando los tipos de interés.

Una dificultad adicional es que cuando abordamos medidas que puedan enfrentar estos problemas, medidas que intentan ayudar a cambiar aspectos culturales, reglas sociales, formas de competir … La manera tradicional de hacer politicas, de crear esas medidas, no funciona. No funciona porque es difícil imaginar ex-ante su nivel de efectividad tanto en los efectos reales como en el nivel de los mismos.

Así pues si el entorno es más complejo y la incertidumbre es mayor, nos encontramos con un escenario parecido al que se encuentran muchas startups y al igual que ellas, la única manera de hallar soluciones validas, es probar-las, equivocarse con la mayor rapidez posible y aprender para crear nuevas propuestas que incorporen lo aprendido.

Un buen ejemplo de las consecuencias del escaso recorrido de medidas de tipo económico cuando lo necesario son cambios más fundamentales, son las políticas de recorte – muchas veces lineal – en vez de las necesarias reorganizaciones con un uso más intensivo de la tecnología que las adapte al siglo XXI.

Recortar no es cambiar y ser los mismos, más pequeños no nos hace ni mejores ni más competitivos.

El escaso margen de maniobra de las medidas que se pueden adoptar es sin duda una dificultad importante, pero la voluntad y la aceptación de nuestros políticos de la necesidad de poner en cuestión muchos elementos de la organización de lo público porque ya sirven poco a nuestros propósitos, lastra enormemente nuestra capacidad de reacción. Parte del problema es que no nos acercamos a los temas con un hoja en blanco y con la voluntad de rediseñados, sino que pretendemos simplemente hacerlos funcionar e igual que el colmado de la esquina no puede ser rentable recortando y haciendo lo mismo que seguía haciendo hasta ahora, tampoco lo pueden ser nuestras instituciones públicas. Parte del problema es que no nos atrevemos a cambiar todo lo que haya que cambiar.

Una de las características importantes del cambio que necesitamos, que lo hace más complejo es que no puede ser compartimentado. No podemos tener un sector público poco competitivo y esperar que nuestras empresas vivan en una burbuja y lo sean. Hay casos, excepcionales – pocos pero haylos – casos como Inditex, Mango, etc. que crean la marca España. Pero si queremos pasar de la excepción a la norma, hay que darse cuenta que un sector público y unas instituciones poco competitivas, duplicadas, con casos de corrupción a diario y en un estado pre-digital no son la palanca que necesitamos para impulsar y convertirse en motor del cambio cultural y en nuestra manera de competir que precisamos, son más bien un lastre.

Tener un sector público grande no es ni bueno ni malo. El problema no es la titularidad, el problema es si compiten y como lo hacen. Por poner un ejemplo, Berkeley Universidad de California es pública y está entre las mejores universidades del mundo. El problema no es tanto la titularidad sino cómo compiten. Un sector público grande como el español puede ser un instrumento muy válido si se utiliza como palanca, como motor o terrible si no hace otra cosa que lastrarnos.

En este tipo de políticas tan necesarias hoy en día, hay más imaginación que certeza y debemos estar dispuestos a experimentar, probar, coger lo que funcione y desechar lo que no y a hacerlo con rapidez huyendo de dogmatismos. Probar, experimentar, en entornos limitados, analizar que funciona y desechar lo que no con rapidez acostumbra a ser una buena manera de hallar soluciones que funcionen sobre las que además de discutir eternamente sobre su presunta eficacia podamos probarla o al menos comprobarla. Así funcionan las empresas, ¿por qué no también los gobiernos?